El filósofo y profesor español José Luis Pardo Torío, autor de libros como La regla del juego y Estudios del malestar, publicó en Letras Libres del 1 de octubre de 2019 el ensayo «Tragedia y farsa del socialismo», un texto medular para entender el blanqueo del socialismo y la fallida doctrina marxista que pese al horror ocasionados en su aplicación es retomada por intelectuales y grupos políticos a través de «la farsa de la lucha de identidades» y «disputas nacionales, de cultura, de lengua, de tribu o de género».
Letras Libres es una revista mexicana mensual, de crítica y creación, dirigida por Enrique Krauze. Se edita en México y en España y es sucesora de Vueltas, de Octavio Paz. Les dejo el texto íntegro del ensayista hispano y la invitación a visitar Letras Libres.
Tragedia y farsa del socialismo. Por José Luis Pardo, en Revista Letras Libres, el 01.10.2019
¿Es correcto identificar la caída del muro de Berlín con el
fracaso del comunismo? En un sentido bastante razonable, por supuesto que lo
es. El principal encanto que, comparado con otras doctrinas
revolucionarias, presentó el comunismo, tanto para los cientos de intelectuales
que se adhirieron a él como para los miles de militantes que lo defendieron con
todas sus fuerzas, e incluso para los millones de personas que lo padecieron en
sus carnes convencidas de que el sacrificio merecía la pena, procede de la gran
reputación de su fundamento teórico, el marxismo.
Porque, además de ser la inspiración de un movimiento
revolucionario, el marxismo siempre tuvo (y conserva) la fama de ser una
teoría científica, e incluso una filosofía científica. Lo más
importante, por supuesto, es lo primero. Lo es al menos desde el siglo XIX,
cuando se pudo experimentar que las teorías científicas ya no eran solo
divertimentos más o menos sofisticados de algunos sabios chiflados, sino
instrumentos que servían para levantar puentes, erradicar enfermedades
endémicas, hacer marchar barcos y ferrocarriles, comunicarse a miles de
kilómetros de distancia, producir masivamente bienes y servicios, ganar guerras
e inmortalizar al instante, mediante la fotografía, cualquier cosa que se
pusiera ante nuestros ojos.
Lo mínimo que podía esperarse era que, cuando este saber tan
beneficiosamente probado en la naturaleza se aplicase a la historia, cosechase
parecidos éxitos en el ámbito del progreso social, político y moral de la
humanidad. La mayoría de los marxistas que han leído (entero) El capital
aseguran que, en sus páginas, Marx cumple lo que promete en el prólogo y
enuncia una ley científica acerca del “movimiento histórico de las sociedades
modernas”, es decir, acerca de la palanca que hace que la historia avance
(quienes también han leído entero El capital sin ser marxistas no están
tan seguros).
Si esta hipótesis científica (sobre la sociedad moderna)
lleva aparejada una filosofía (de la historia universal) es para asegurar que
el movimiento que la teoría predice (o sea, la autodestrucción del capitalismo)
no es meramente mecánico, sino moralmente correcto, es decir, que la historia
se mueve hacia donde debe moverse (la desaparición de las clases
sociales). Naturalmente, para que esta hipótesis se convierta en teoría
científica tiene que confirmarse experimentalmente (o, lo que es
popperianamente lo mismo, tiene que arriesgarse a ser refutada por los hechos).
Como alguien ha dicho, Marx llegó a fundar una organización política destinada
a cumplir su predicción teórica. Y, algunos años después de su muerte, la
revolución llevada a cabo en Rusia por esa organización pareció ser
precisamente esa prueba que aseguraba la cientificidad de la teoría marxista y
la moralidad de su filosofía de la historia.
Desde este punto de vista, la desaparición de la Unión
Soviética y sus satélites fue la refutación definitiva, tras una gigantesca
acumulación de evidencias, de la supuesta teoría científica y, dado el grado de
persecución política y de corrupción institucional reinante en la URSS, también
de la superioridad moral de aquel movimiento histórico. Por ello, la hipótesis
habría debido quedar arrinconada en el desván histórico de la ciencia, como el
flogisto o la frenología.
Pero no fue tan sencillo. La desastrosa realidad práctica de
la Unión Soviética y sus satélites era bien conocida desde mucho antes de 1989,
aunque notables intelectuales comprometidos colaborasen durante décadas
a su ocultación, en un ejercicio de tergiversación histórica tal que, como dice
Steven Pinker, en comparación con él nuestras actuales fake news son un
juego de niños. La razón de ello la enunció Orwell en 1944: “El punto de vista
de los intelectuales es más totalitario que el del ciudadano corriente. La
mayoría de ellos acepta sin problemas los métodos dictatoriales, la policía
secreta, la falsificación sistemática de la historia, etc., siempre que crean
que todo ello beneficia a ‘los nuestros’.”
Pero cuando la realidad de la URSS ya resultó innegable, la
mayoría de los intelectuales marxistas occidentales dejaron de percibir el
resultado de la Revolución rusa como un foco de esperanza. Como se trataba,
precisamente, de intelectuales, la razón aducida para explicar la catástrofe de
la práctica comunista histórica fue que la teoría aplicada por el Soviet
Supremo no había sido la auténtica teoría marxista, sino una caricatura
vulgar y grosera de la misma. Así que el quehacer de estos intelectuales,
cómodamente aposentados en los nichos culturales de la democracia liberal,
consistió en un ejercicio infatigable de depuración, refinamiento y
sofisticación de la teoría marxista para evitar los errores soviéticos, y en el
recambio de la imaginería de la Revolución rusa por la mitología subversiva de
Cuba, China, Camboya o Vietnam (aunque, por supuesto, no trasladaron su
residencia a ninguno de estos escenarios), cuyos sucesivos fracasos fueron
poniéndose en la creciente cuenta de una deficiente comprensión del marxismo y,
por tanto, aumentando la urgencia de la reconstrucción teórica.
Este fue el objetivo de la Crítica de la razón dialéctica
de Sartre, pero también de la obra completa de Th. W. Adorno, de la “revolución
teórica” de Althusser y de un largo rosario de redescubrimientos teóricos del auténtico
Marx (acompañados de nuevas y sugerentes relecturas de Spinoza, Hegel o Fichte)
que ha llegado hasta nuestros días en las obras de Antonio Negri, Michael
Heinrich o Moishe Postone, entre muchos otros. En las páginas escritas por
estos pensadores –algunos de los cuales alcanzaron indiscutibles logros teóricos–
el marxismo quedó, en efecto, teóricamente redimido de toda
responsabilidad por los crímenes históricos cometidos en su nombre, pero al
mismo tiempo la práctica política comunista que había de ser iluminada por la
teoría depurada parecía quedar reducida a una distinguida retórica radical
especialmente recomendada para profesores universitarios (sobre todo de
filosofía) y profesionales del sector artístico-cultural.
El año 1968 marcó la llegada al poder cultural de una nueva
generación de intelectuales que, o bien no eran marxistas (como Michel
Foucault), o bien lo eran de una manera heterodoxa (como Marcuse, Chomsky,
Deleuze, Guattari, Derrida o Lyotard), es decir, que pensaban que la teoría de
Marx debía ser “completada” con las de Freud, Nietzsche o Heidegger, y que su
escasa efectividad en el siglo XX se había debido a estas carencias.
También ellos se aplicaron con denuedo a la reconstrucción
de la teoría revolucionaria que habría de servir de base a una actualización de
la práctica política, pero su principal diferencia con sus predecesores
consistía en que ya no preveían una conquista violenta del poder del Estado por
parte del proletariado apoyada en la contradicción central del
capitalismo, sino la detección de las líneas de fuga y los puntos de resistencia
múltiples alumbrados por los nuevos movimientos sociales surgidos de la
revuelta del Mayo francés y americano: ecologismo, feminismo, movimientos de
liberación sexual, motines carcelarios, disturbios raciales, antipsiquiatría,
revueltas estudiantiles y reivindicaciones nacionalitarias, que en ese
momento no solo caían fuera del ámbito de representación de los partidos
gobernantes sino también de los partidos comunistas.
Sin embargo, esta nueva imagen diversificada y variopinta
del “sujeto revolucionario” se quedó, por el momento, en una revolución
cultural (sobre todo universitaria) que, a la altura de la década de 1980,
parecía completamente integrada en el “sistema” y desactivada por el triunfo
del neoconservadurismo de Thatcher y Reagan. De manera que, cuando el muro de
Berlín se vino abajo, lo único que vieron tras él aquellos que, desde el
marxismo ortodoxo o desde el heterodoxo, se consideraban herederos
intelectuales del espíritu revolucionario fueron los escombros de una gran
potencia nuclear y de una burocracia obsoleta cuyos crímenes, a pesar de no ser
menores, ni siquiera despertaban el horror que había suscitado la barbarie del
nazismo, sino, como explicó en su día Martin Amis, únicamente la misma risa que
los estrambóticos comisarios soviéticos de 1,2,3, de Billy Wilder.
Sin embargo –“la vida te da sorpresas”, decía el remake
de Rubén Blades de la célebre canción de Kurt Weil–, el capitalismo acudió en
su ayuda. La crisis económica de 2008 provocó un razonable descontento
ciudadano que pronto se contempló como un capital políticamente aprovechable,
lo que, unido a la irrupción de las llamadas “redes sociales”, fue el caldo de
cultivo de un revival del comunismo que una vez más puso de actualidad
aquel sarcasmo de Marx de que los acontecimientos históricos trágicos siempre
se repiten en forma de farsa.
Lo que en esta farsa nos recuerda tragedias del pasado
reciente no es solamente la resurrección de consignas y discursos asociados al
fascismo y al comunismo, sino la insistencia en analizarlos mediante la
distinción entre izquierda y derecha. Durante muchos años, hubo una gran
resistencia por parte de los intelectuales aludidos a aceptar la designación
“totalitarismo” para referirse colectivamente a los regímenes de Lenin o Stalin
y los de Hitler o Mussolini. Ya he explicado las razones de esta resistencia:
ellos consideraban que el comunismo era teórica y moralmente (o, si se
prefiere, científica y filosóficamente) superior al fascismo, aunque una
insuficiente comprensión de sus fundamentos hubiese provocado algunos errores
históricos. Por tanto, había que distinguir entre un totalitarismo malo y
otro bueno.
Hoy solemos utilizar la expresión “populismo” para
referirnos a los farsantes que imitan cómicamente los argumentos de aquella
tragedia. El término, desde luego, es tan impreciso como su contraparte,
“neoliberalismo”, y seguramente debe su éxito actual a que algunos de sus
representantes, en lugar de rechazarlo como una descalificación, lo han asumido
como un signo de distinción y le han otorgado cierta densidad teórica de
ascendencia lacaniana.
Porque también en este caso los nuevos (aunque algunos muy
viejos) intelectuales revolucionarios –a mucha distancia de la finesse de
Adorno o de Derrida–, que han mezclado el marxismo auténtico con la revolución
molecular sesentayochista, se empeñan en distinguir entre un populismo malo,
heredero del fascismo, y otro bueno (el de izquierdas, heredero del comunismo),
y en apuntalar la superioridad moral de este último sobre presuntos fundamentos
científicos. Fundamentos que ahora ya no persiguen profundizando hasta los más
recónditos abismos de El capital, sino surfeando por la epidermis
simbólica del tejido civil para detectar las zonas irritables de la democracia
liberal, los focos de descontento, sin distinguir entre los grandes y los
pequeños. Y como se trata de intelectuales revolucionarios, no reformistas, no
pretenden con ello contribuir a resolver o minimizar esos descontentos por vías
institucionales, sino capitalizarlos políticamente para desbordar las
instituciones.
Fue Foucault quien dijo que la revolución es la codificación
estratégica de todos los (irregulares, dispersos, diversos) puntos de
resistencia. Convertida cada una de estas zonas de fricción en un área de
investigación teórica, y si es posible en un departamento universitario, se
declara en ellas una guerra (simbólica) entre el establishment canónico (que
para estos teóricos siempre es deleznable) y los modelos contrahegemónicos que
se le oponen o se le resisten (que para ellos son siempre moralmente superiores
en cuanto potencialmente revolucionarios). Y en esta actividad –la de codificar
un variado antiestablishment que acaba siendo tan asfixiante como cualquier
establishment– los nuevos teóricos muestran el mismo infatigable ahínco que sus
predecesores para hacer aparecer como una evidencia empírica de las ciencias
sociales lo que es en realidad un presupuesto ideológico: que ellos conocen la
hidra de mil cabezas que causa todos los males del mundo.
Esta guerra simbólica no pretende disciplinar a una clase
explotada para hacer de ella el ejército de choque que acelere la
autodestrucción del capitalismo; ahora se trata de aglutinar un malestar difuso
y heterogéneo para obtener respaldo electoral y así poder “superar” las
instituciones del Estado de derecho desde dentro. Y, en este ejercicio, la
tragedia de la lucha de clases ha sido sustituida por la farsa de la lucha de
identidades. Ya sean estas nacionales, de género, de especie, de genética, de
cultura, de lengua o de tribu, el objetivo es que todas ellas converjan hacia
el cuestionamiento de la democracia liberal, que consiguió pacificar los
irresolubles enfrentamientos identitarios anteriores al Estado de derecho (cuyo
combustible era la religión) justamente subordinando la identidad a la igualdad
jurídica, esa misma igualdad de derechos cuestionada ahora por todas estas
diversidades de hecho (es decir, identidades) que se sienten agraviadas.
Incluso el alineamiento con un partido político, que empezó
siendo una forma de participar en los asuntos públicos, se ha convertido hoy en
un signo de identidad (y, por tanto, de aversión tribal al enemigo) más que en
un cauce de resolución de conflictos. La diversidad –entendida como el derecho
de cada cual a desarrollar libremente su proyecto de vida sin conformarse a un
modelo único y obligatorio–, que fue uno de los grandes logros de la
Ilustración, se ha convertido ahora en un arma que se levanta contra ella.
Quienes han vivido bajo un régimen totalitario saben
perfectamente hasta qué punto es perverso creer que hay algún totalitarismo
bueno o pretender que Hitler era de derechas (¿como Churchill?) y que Stalin
era de izquierdas (¿como Willy Brandt?): la distinción solo es practicable
cuando existe pluralismo político, algo que estaba por principio excluido en
los regímenes de ambos líderes, de modo que a sus víctimas no les sirvió de
mucho consuelo pensar que en el caso de Stalin se les perseguía o torturaba por
razones científica y moralmente “justificadas”.
El populismo de farsa del siglo XXI no anula de iure la
distinción izquierda/derecha, pero la diluye de facto porque la columna
vertebral de su discurso es la oposición transversal entre “los de
arriba” y “los de abajo” (el pueblo y las élites, la gente y la casta, etc.).
El enemigo al que se atribuye la causa de toda infelicidad es tan borroso,
fluido y maleable como heterogéneo y diversificado es el “pueblo” al que se
intenta organizar para combatirlo, sin que los sesudos codificadores de los
puntos de resistencia tengan a estas alturas la menor idea de cómo conciliar
políticamente las tan disparejas aspiraciones de esa marea de identidades a la
que pretenden tutelar, como otros pretendieron antes tutelar a “las masas
proletarias”, sin tener la menor idea de lo que hacer con ellas una vez utilizadas
como ariete para lograr el poder. Cosa de farsa, en efecto, parecen los
liderazgos antiliberales surgidos en Europa y América para capitalizar
políticamente el malestar, como lo parece sin duda escuchar al secretario
general del Partido Comunista Chino defender el libre movimiento de capitales
contra el proteccionismo económico del presidente de los Estados Unidos.
Ni el comunismo ni el capitalismo parecen ya ser lo que
eran. Pero la farsa, por el momento, no solamente ha determinado una progresiva
pérdida de relevancia de los partidos de centroizquierda y centroderecha que
gestionaron el Estado del bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial (y
que a menudo, con la comprensible intención de sobrevivir, eligen desplazarse
–aunque solo sea de palabra– hacia los extremos, que son justamente los que
minan sus expectativas), sino que ha provocado una crisis institucional sin
precedentes en la Unión Europea. Ninguno de estos problemas es efecto de la
caída del muro de Berlín, pero todos ellos contribuyen a neutralizar la ilusión
óptica de que tal caída, que sin duda fue un triunfo de la democracia liberal,
era el fin de los problemas para esta última.