Escultura El viajero, estación de trenes de Atocha, Madrid.
A
falta de algo mejor, he hojeado mis libros, no los publicados, sino los que
siguen en el ordenador esperando la luz, cual críos en el vientre materno, ávidos
por el concurso o la editorial que le extienda el boleto para transitar entre
lectores, sus destinatarios. Sé que cada libro tiene su momento, como la
increíble ventura de la existencia individual, tan única como “la increíble
insignificancia y falta de importancia de la existencia individual, única”,
según Kertész.
Es
preferible leer, pensar y viajar que visualizar las series de Netflix y los
esquizoides telediarios de cadenas que infantilizan a la población con titulares
sobre vidas ajenas, el cambio climático y la guerra mediática y sanitaria en
torno a un Virus universal con picos, olas, bozal, vacunas y prohibiciones; la
guerra por otros miedos: el miedo como arma de control que nos deja sin alma ni
libertad para viajar o expresarnos.
Los
grandes poderes contra la libertad de movimiento y de expresión, el borreguismo
programado con su repertorio de tópicos y frases hechas, coreadas como mantras
para adocenar a la masa y descalificar a quienes no creemos en los Guardianes de
la Fe, tan global que induce a muchos a comprar su Pasaporte Progre con Visas
de Igualdad, Feminismo, Libertad, Solidaridad y otros vocablos de la neolengua
política que enmascara la dictadura ideológica del tipo humano más vil.
Pero vuelvo a los libros y pienso en mi poemario inédito Prisionero del límite y en los cuadernos Retrato hablado, La tribu y otros relatos y Tanatorios de insectos, todos en el vientre del ordenador, listos para el despegue. A saber… Y los viajes esperan por el inacabable Cuento chino. ¿Cómo viajar disfrazado como asaltadores de banco, con máscara y entre gentes con miedo y bozal?
Mientras tanto leo los relatos de Oil on Canvas, el ensayo creativo “Encuentro con el paje de la muerte” y la novela La casa del Alibi, todos de Gina Picart Baluja, una artista de prosa poética e intensidad dramática, ajena al canon realista y a la perenne inmediatez de los mortales.
Cuando
en el 2002 le otorgan el Premio Nobel de Literatura a Imre Kertész, el Tribunal
de la Academia Sueca expresó a modo de resumen: “por una redacción que confirma
la experiencia frágil del individuo contra la arbitrariedad bárbara de la
Historia”.
Esa “arbitrariedad de la Historia” estuvo en las propias circunstancias vitales de Imre Kertész (Budapest, 1929-2016), quien sobrevivió a los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald a donde fue deportado a los catorce años por su origen judío; al regresar a Hungría en 1945 vive otra experiencia totalitaria, el socialismo impuesto por las tropas de ocupación rusas; no obstante concluye sus estudios, incursiona en el periodismo y escribe piezas teatrales y guiones cinematográficos, mientras sobrevive como traductor, entre la censura y la vigilancia policial.
Desde su primer libro –Sin destino, 1975- la prosa de Kertész planea sobre inquietudes éticas generadas por las sombras del totalitarismo. Entre sus obras destacan Fiasco (1988), Kaddish por el hijo no nacido (1990), La bandera inglesa (1991), Diario de la galera (1992), Yo, otro (1997), Liquidación (2003), Un relato policíaco (2005) y Dossier K, todas traducidas y publicadas en España por Acantilado entre 2001 y 2007.
La sarna del nazismo y del socialismo, que no es lo mismo pero son casi idénticos, abruma a muchos lectores, pero quien las padece no suele olvidarlas, sino recrearlas con ingenio. Es el caso de Kertész, aunque su estilo no es catatónico ni didáctico al respecto. Así, por ejemplo, en su novela Sin destino, aborda como un testigo desapasionado, con objetividad y distancia irónica el año y medio de su adolescencia en los campos de concentración nazis. “Muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos más perversos: aquellos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad”. Quizás por esa distancia irónica y por la excelencia literaria Sin destino impacta e influye en el lector.
Uno
de sus últimos libros, El espectador: apuntes (1991-2001) y
los diarios de Imre Kértész, publicados en diversos volúmenes por Acantilado, comprenden
medio siglo de una vida asombrosa y ofrecen un íntimo relato del pensamiento y
de la obra del escritor. A Diario de la galera (2004), el
desgarrador testimonio de tres décadas de aislamiento en la Hungría socialista -1961
y 1991-; les siguen La última posada (2016), que hilvana sus apuntes de 2001 a
2009, cuando le diagnostican la enfermedad que sufrió hasta su muerte; El
espectador reúne sus notas y reflexiona en torno a la última etapa vital,
examina el cambio de régimen político tras la disolución de la URSS y el papel
de intelectual público asumido por su creciente popularidad. Pasan los años y
el creador repasa y se despide de las personas queridas, penetra en la soledad
y se desliga de anhelos previos al adiós.
En Diario de la galera
nos dice:
“A falta de algo mejor, he hojeado mis
diarios. Mi vida es una novela peculiar. Hay una indudable coherencia. Por otra
parte, si bien estos apuntes revelan una forma de vida bastante digna de
atención en medio del derrumbamiento centroeuropeo, precisamente las
circunstancias centroeuropeas los inutilizan totalmente como documento de una
forma de vida merecedora de atención: resultan inútiles porque no sirven (no pueden
ni quieren servir) de consuelo para seguir”.
Y agrega con la lucidez y equidistancia:
“Hay que comprender dos cosas al mismo tiempo: la
increíble importancia y significancia de la existencia individual, única, así
como la increíble insignificancia y falta de importancia de la existencia
individual, única”.
En Yo, otro, Kertész pregunta “¿Es el
yo algo inamovible, o está sujeto al cambio? ¿Es quizás un fluir constante? Las
respuestas son, en cierta medida, el viaje existencial a través de ciudades
europeas que se transforman y afectan al individuo en su interior. Esa búsqueda
del yo interior de quien padeció el nazismo, el stalinismo y el kadarismo (por János
Kádar, Primer Ministro y líder del Partido Socialista Obrero Húngaro) quizás
sea una pérdida o el intento de comprensión de los cambios padecidos tras sus
vivencias y sufrimientos. El intento es válido pues “nos guía, a través de las
grandes voces de la literatura y el pensamiento occidental, por la historicidad
del yo desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días”.
El
espectador es una trilogía muy reseñada,
calificada de páginas magistrales, llenas de desgarro y escepticismo, de
aliento ético y poético. Es el último esfuerzo artístico de un escritor enfermo
que escribe un testimonio visceral y a veces perturbador de sus experiencias, y
de la lucha del ser humano por la dignidad en circunstancias extremas. “Kertész
transforma así la crónica de su “antesala de la muerte” en una obra de una
sinceridad radical y una lucidez abrumadora, con la escritura siempre en el
horizonte, como justificación de su existencia”.
Mientras
en Kaddish
por el hijo no nacido, el tema es tan íntimo como objetivo y
desgarrador, un autoanálisis brutal conectado a traumas sociales. El hombre que
habla de sí mismo, confesión que apunta a lo colectivo. “La historia colectiva
toma a menudo en lo individual y sus sufrimientos valor de ejemplo”.
En
uno de esos diarios afirma:
“Los principios actuales del poder muestran a las
claras que quien ha sobrevivido es el peor de los tipos; así como, según dicen,
las bacterias y los seres vivos más bajos sobrevivirán cualquier catástrofe
natural que aguarda al hombre, también los sobrevivientes de la sociedad
provienen del tipo humano más vil y más indigno que se asegura luego su
conservación mediante la contraselección”.
Y observa
la mediocridad intelectual:
“Da la impresión de que una mayoría decisiva de los
intelectuales… quieren la dictadura ideológica. Nunca he visto con tal nitidez
y simplicidad el porqué. La lógica funciona mediante una contraselección, y
toda existencia mediocre o incluso de capacidad inferior a la media le supone
una garantía de supervivencia segura.”
¿Alguien imagina un faro en la cima de una montaña? No, pues los faros suelen estar en un acantilado agreste para orientar a los barcos que cruzan bahías, fiordos y costas peligrosas. ¿Alguien ha visto molinos de viento en las costas? No, aunque algunas islas griegas exhiben esos artilugios antiguos. Los molinos de viento son comunes en la llanura de la Mancha donde Don Quijote los confundió con gigantes. Hay, sin embargo, artefactos eólicos, altos y blancos, en planicies y montañas de España; no son exclusivos del entorno rural de Hispania ni instrumentos de ficción especulativa.
¿Alguien ha leído Utopía?, escrita en 1516 por el inglés Thomas More, al cual Erasmo de Rotterdam le dedicó el Elogio de la locura. Por su origen griego la palabra utopía se asocia con “buen lugar”, inversa al vocablo distopía, igual a “mal lugar”. Pero, Groenlandia, el Sahara y otros espacios nevados o desérticos del planeta Tierra no son buenos lugares para vivir pese a estar habitados.
La Utopía de Tomás Moro recrea una isla hipotética, un “no lugar”, irreal y ficticio, con un sistema político, legal y social perfecto según el imaginativo noble inglés, quien fue plagiado por Saint Simon y otros socialistas utópicos, y luego por el distópico Karl Marx, propagador del sistema social instrumentado por sus partidarios en Rusia, China y una isla del Caribe.
Si la Utopía es un mundo ideal con seres iguales, seguros y asegurados por el trabajo, la salud y otros bienes garantizados por el Gobierno; la distopía desborda ese ámbito de apariencias, no porque desdeñe lo estático y lo homogéneo, sino porque novela un mundo imperfecto con brechas sociales, gobierno opresivo, censura, vigilancia y prohibiciones.
Moro fue lector de Platón, aquel filósofo griego que escribió La República, donde narró una sociedad perfecta y utópica. Al género utópico de Moro se inscriben, por ejemplo, Una utopía moderna (1905), del inglés H.G Wells; El fin de la infancia (1953), de Arthur C. Clarke; La isla (1962), de Aldous Huxley, quien en 1932 publicó la distópica Un mundo feliz, antecesora, entre otras, de Nunca me abandones, del narrador anglo japonés Kasuo Ishiguro, distinguido con el Premio Nobel de Literatura.
La lista es tan ingente como el imaginario distópico de escritores, pintores, cineastas y productores de series audiovisuales atraídos por mundos raros y ensueños felices o monstruosos.
Las historias distópicas se inspiran en conflictos y desafíos que alteran la dinámica de un país o una región. Casi nadie asocia a Jack London, autor de Colmillo blanco, El lobo de mar y La llamada de la selva, con el género distópico, en el cual clasifica su memorable La peste escarlata y otros relatos de ciencia ficción, tan apocalípticos y angustiantes que no es posible leerlos de un tirón.
Las
novelas Nosotros (1924), de Yevgueni
Zamiatin; 1984 y Rebelión en la granja, de George Orwell; Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; El cuento de la criada (1985), de Margaret Atwood; Los juegos del hambre, de Suzanne
Collins y otras visiones apocalípticas, algunas llevadas al cine o a series de
televisión como Black Mirror.
¿Pero por qué hablo de un tema tan literario? Quizás porque a principios del siglo XXI la realidad empequeñece a la ficción y decenas de gobiernos decretaron estados de alarma en torno a un Virus, un virus entre los virus, pero usado como arma de parálisis social. ¿La guerra por otros miedos?
¿Alguien imaginó a millones de personas varados en aeropuertos? ¿Alguien supuso a medio mundo caminando con mascarillas? ¿Alguien imaginó los partidos de fútbol o de baseboll sin público, ciudades sin discotecas, cines, teatros, festivales de música; Semanas Santas sin procesiones, playas sin bañistas, gobiernos sin oposición? ¿El planeta silenciado por el miedo?
Pocos genios de la música han sido tan denostados como Astor Piazzolla Manetti (Mar del Plata, 1921-Buenos Aires, 1992), quien arriba a su primer centenario de vida con homenajes en Argentina y otros países. El bandoneonista, compositor y arreglista renovó el tango con elementos del jazz y la música clásica; fue un virtuoso que vivió en New York y viajó por Europa donde estudió armonía, música clásica y contemporánea, evidente en sus aportes al ritmo, el timbre y la armonía de un género cuyos cultores tradicionales parecían hundirse en la nostalgia, el dolor y el desarraigo de cantores y orquestas.
Piazzolla no fue un snob irrespetuoso que compuso piezas híbridas de armonías disonantes, sino un artista sensible y febril de enorme talento y cultura musical, ajeno a compadritos, farolitos, esquinas de barrios bajos y otros tópicos recreados por los cantores de tangos y repetidos hasta el hastío después de Carlos Gardel, con quien tocó y actuó en uno de sus filmes siendo un adolescente.
“Vas a ser algo grande, pibe, te lo
digo yo. Pero el tango lo tocás como un gallego”, le dijo Carlos Gardel en
Manhattan al “canillita” de su filme El
día que me quieras. Y fue profético. No imaginó, por supuesto, los tangos
sinfónicos de aquel chico que triunfaría a pesar de los tangueros.
No voy a reseñar la vida y la carrera musical del gran Astor Piazzolla, sus maestros, influencias, composiciones y orquestas, pues ha sido redimido por jazzistas, interpretes de tango, de rock y cineastas -compuso decenas de piezas para el cine-, además de críticos, poetas y productores que lo consideran entre los músicos argentinos de mayor influencia internacional.
Ángel Pérez Cuza nació en 1955 en Guantánamo, ciudad y capital homónima del sudeste de Cuba, pero reside y ejerce como profesor de matemática en La Habana donde escribe crónicas y reseñas literarias en su blog. Entre sus libros aún circulan la novela Delito mayor y los cuadernos de relatos Ternera macho y otros absurdos y Anita y las cinco gordas, difundidos en España por Ediciones Espuela de Plata en 2005, 2007 y 2009. La Habana es el escenario esencial de su novela, en sus cuentos gravita lo rural, el mundo arcaico con acento paródico, un road movie con personajes que bordean el folklor y las tradiciones de la zona oriental de Cuba.
Hay que tener talento, cultura asociativa, sensibilidad, agudeza y
sentido del humor para escribir una obra como Delito mayor, cuyo centro estructural es La Habana, eje de aquella
isla a la deriva entre 1990 y 2005, cuando la crisis devastó casi todo y la
corrupción, el éxodo masivo y la represión sortearon la caída. Es difícil
novelar con vigor y aparente sencillez expresiva la travesía cotidiana del
personaje y la red de funcionarios y seres marginales que brotan en esta
fantasía onírica que atrapa por igual al protagonista y su familia, a los
vecinos, amigos y colegas de trabajo que pactan para subsistir en circunstancias
adversas.
Como advierte el editor, Delito mayor “es la novela de un hombre que sueña para escapar de
las angustiosas condiciones de su vida cotidiana. Las peripecias picarescas que
realiza en el ambiente corrupto en que sobrevive lo llevan a buscar soluciones
permanentes desesperadas, percibiendo la pobreza y la corrupción, su medio
natural, como detalles del entorno, simple utilería de un escenario en que
transcurren sus sueños. Pero sueña más de lo que supone, y debe pagar, como
todos los que han cometido el delito mayor del hombre”.
Si
filmáramos Delito mayor, el guión
adaptaría los sueños diarios del protagonista -Jorge Luis Falcón- con imágenes
de su mísera vida y breves diálogos con personajes de su entorno real. En el
primer plano un hombre pedalea al amanecer sobre la bicicleta, cruza
ensimismado la ciudad hasta el almacén donde trabaja, la cámara lo sigue al
bajarse, muestra a quienes saluda, la oficina con papeles dispersos, las naves
de metal con mercancías, el timbre que suena… En los paneos sucesivos Falcón
retorna abstraído, mira al asfalto e imagina escenas de una película, una
mansión, la cárcel; al llegar al edificio sube la escalera con la bici al
hombro, besa a la mujer y a los niños, limpia la jaula de los pollos y les echa
pienso, después se ducha y, al cenar, los sorprende el apagón. En otras
escenas, el protagonista visita en la cafetería del barrio a la amante negra
que le ofrece ron y comida; es testigo del registro policial en la casa del
vecino enriquecido; visita al Jefe de la empresa en su lujoso piso de la playa
y acepta irse al Campamento del Plan alimentario (agrícola) donde todos
trapichean al igual que en la gasolinera de Miramar, su nuevo empleo. Al final,
la cámara recrea fragmentos de la última peripecia de Falcón: la construcción
de la balsa y la trágica travesía marítima hacia la Florida, ¿real o
soñada?
“Sueña
el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende”, evoca Falcón y
pensamos en La vida es sueño, El gran teatro del mundo y otros dramas
de Calderón de la Barca (Madrid, 1600-1681) manejados con originalidad por el
imaginativo escritor cubano que explora los problemas sin ofrecer solución,
quizás porque sabe, como Henry Beyle (Stendhal), que “Las novelas son espejos
que pasean por la vía pública y reflejan tanto el
purísimo azul del cielo, como el cieno de los lodazales de la calle”.
El asombro, lo paradójico y alegorías que infieren hechos o
tuercen realidades desde la fantasía componen la treintena de textos de Ternera macho y otros absurdos, un
muestrario que deleita al lector e “invita a pensar en un mundo que es exótico
para algunos e imposible para otros. Un mundo… con moralejas erróneas” y
preguntas paródicas: “¿Puede un buey ser preñado? ¿Regresarían en masa los
balseros? ¿Hasta dónde llega la fidelidad de un individuo maltratado por su
señor?”
En Anita y las cinco gordas reúne varios relatos centrados en el reencuentro familiar de cuatro hermanas en el caserío del cual partieron para mejorar sus vidas. Como en algunos filmes cubanos de los años noventa, al retornar a la ciudad, la travesía deviene en odisea de carreteras. Brillan por su estructura, ritmo narrativo y sentido paródico los relatos “El Santo de San Luis”, “El hombre que viajaba demasiado”, “Matavacas” y las tres “Historias del Botero”. Según el editor, “Anita y las cinco gordas es una aproximación a los temas que han marcado la vida de muchos cubanos y conforman la peculiar idiosincrasia que les permite sobrevivir con dignidad en medio de las ruinas de sus sueños”.
Ángel Pérez Cuza tiene más libros inéditos que publicados en su país, quizás por ser un “electrón libre” y vivir al margen del monopolio cultural cubense. Tal vez por eso el blog es su “prueba de vida” y narra en sus post las angustias y ensueños de ese “pueblo virtual que parece un juego de la Deuda Eterna”. Ángel dispara a la inmediatez en “Clima e información”, de valor ensayístico, sobre el Calentamiento Global y la IPCC-Al Gore, cuestionada por científicos por ser “un grupo político que solo financia los proyectos que apoyan sus posiciones”; en “Rojo y negro” usa al mítico personaje de Stendhal al glosar la corrupción y los muertos por frío e inanición en el hospital siquiátrico de La Habana. El blog, bien, pero mejor sus libros, clic mediante en Internet.
Leo La promesa de la política, de Hannah Arendt (Hannover, Alemania, 1906-New York, 1975), quien no escribió por encargo y honró el orgullo de pensar mientras ejerció como profesora de filosofía en las universidades de Berkeley, Princeton, Columbia y Chicago tras huir de Berlín y París donde vivió la erosión de Europa, arrasada por la guerra y el totalitarismo ruso y alemán.
Hannah fue discípula de Heidegger y Husserl y colega de Karl Jaspers quienes la ayudaron a liberarse de la tradición y aventurarse en la exploración del pensamiento occidental, expresada por ella en ensayos y conferencias sobre el poder y la autoridad: Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1969), De la historia a la acción, Una revisión de la historia judía, La promesa de la política y otros reseñados, traducidos y editados en diversos países.
Si La condición humana es un
libro básico para entender hacia donde se dirige la contemporaneidad, La
promesa de la política -precedida por ¿Qué es la política y La vida
del espíritu– reúne los escritos que redactó tras abordar el marxismo y
publicar Los orígenes del totalitarismo. El mismo “constituye un examen
crítico de la tradición occidental de pensamiento político desde sus orígenes
en Platón y Aristóteles hasta Marx”, quien dinamitó la tradición, pero no se
liberó de ella.
“Desde los tiempos en que
Sócrates fue condenado a muerte por sus compatriotas, Arendt analiza a los
filósofos que siguieron a Platón al construir sus teorías políticas a expensas
de las experiencias políticas, incluyendo la experiencia griega pre filosófica
del comienzo, la experiencia romana de la fundación y la experiencia cristiana
del perdón. Es una narración fascinante, ingeniosa y original, que trata del
conflicto entre filosofía y política…”
Para Arendt, la
política no posee un “fin”, sino “el empeño nunca acabado por parte de la gran
pluralidad de seres humanos por vivir juntos y compartir la tierra bajo una
libertad mutuamente garantizada.
Lo más interesante de
esta pensadora radica en la agudeza y el vigor de sus ideas y escritos,
defendidos a contrapelo en medio de la Guerra Fría -décadas de 1950 a los 70-,
cuando tras el fin de la Segunda Mundial la Unión Soviética ocupó parte de
Europa e impuso su modelo totalitario, que intentó fabricar la realidad en base
a los preceptos de Marx, “canonizado en la URSS como el filósofo rey de Platón”.
Hannah, como Sócrates,
buscó la ecuación entre pensar y actuar; entendió que “no hay una ecuación
política de la pluralidad con la libertad”, que los asuntos humanos suelen
descarrilarse, que la fusión de ideología y terror generó una nueva forma de
gobierno en el siglo XX y la sociedad no es inmune al totalitarismo político.
Al decir de Jerome Kohn, “…Para Arendt, el mundo no es ni un producto natural ni la creación de Dios; el mundo solo puede aparecer por medio de la política, que en su sentido más amplio… es el conjunto de condiciones bajo las cuales los hombres y las mujeres en su pluralidad, en su absoluta distinción los unos respecto de los otros, viven juntos y se aproximan entre ellos para hablar con una libertad que solamente ellos mismos pueden otorgar y garantizarse mutuamente…”
Hannah Arendt creyó “que la política y la libertad son idénticas”, pero “la “libertad de hablar los unos con los otros” de la que emerge el mundo, “la libertad para independizarse y emprender algo nuevo”, la “libertad para interactuar por medio del discurso con otros muchos y experimentar la libertad…” es frágil y depende de factores y proyectos humanos que, como la serpiente, se enrosca sobre sí misma y se devora, y nos devora.
Cada vez que oigo hablar de un amigo al que van a hacer ministro, alguien borra una parte de mi vida. Me quedo solo en el parque Aguirre con aquella camisa Mc Gregor que jamás llegué a tener, conversando en la noche con nadie. El poder no siempre corrompe a los hombres, pero los separa. Entre un ministro y yo hay algo más que un escritorio de por medio: Los ministros sueñan. Avanzan en su máquina cargados de sueños, con sueño. Sin tiempo siquiera para poseer a su mujer, acariciar a sus hijos. Un ministro no es un tipo cualquiera del pasado, es alguien que ya está en la Historia. De él depende todo el día de mañana. Y sueña. Firma documentos. Discute. Toma su corazón y lo pone de maquinaria donde hacían falta piezas de repuesto. no sale al teléfono. No tienen derecho a estar tristes los ministros. No beben cerveza en público. No van al cine. Jamás los encontramos en un ómnibus. Un ministro es tal vez el ser más infeliz del mundo. El más solo. Sus amigos de antes, los más desgraciados.
La memoria no debiera alimentarse del recuerdo. Los ministros debieran nacer ministros, es mi última palabra. Entre las lágrimas.
Nota: El poeta y narrador cubano Rafael Alcides (1933-2018) publicó los poemarios Himnos de montaña (1961), Gitana (1962), La pata de palo (1967), Agradecido como un perro (1983), Noche en el recuerdo (1989), Y se mueren, y vuelven, y se mueren (1988), Nadie (1993). Su libro Memorias del porvenir recibió el premio Café Bretón (España, 2011). La Editorial Renacimiento le editó en Sevilla en 2009 la antología Poesía seleccionada 1963 – 2008. En 2015, la Editorial Verbum de Madrid le publicó Memorias de un soñador. Poemas escogidos(1962-2015). Incluyo una reseña sobre la obra de Rafael Acides en mi libro Isla azul sobre fondo rojo. Escritores cubanos del siglo XX.
El Arca de Noé es un relato bíblico, quizás el más bello e imaginativo del Antiguo Testamento, pues narra que Dios -irritado con los hebreos- ordenó al Patriarca Noé construir un navío para salvar a quienes creyeran en la promesa del Diluvio Universal, personas, aves y animales en pareja. Según la Biblia, el agua cayó durante cuarenta días y perecieron todos los que respiran por la nariz con aliento a vida; solo quedó Noé y los que estaban con él en el Arca quienes pisaron tierra ciento cincuenta días después, cuando bajaron las aguas.
Fue un Reseteo Divino. Desde entonces el Diluvio es asociado al castigo y el Arca de Noé a la salvación. Aunque casi todas las religiones pregonan el Miedo, la Obediencia y la Esperanza.
Noé, aquel Patriarca de seiscientos años, pobre, fiel y sensato, sobrevivió y perpetuó a los humanos, las aves y los animales. El bello relato bíblico ha sido llevado al cine y tiene versiones contemporáneas. Noé resurge entre gobernantes, hombres de negocios y científicos que niegan a Dios y sus profetas pero juegan a ser Dios y planean salvar a la especie humana, al planeta, la fauna, la flora y el Universo.
Pensemos, por ejemplo, en Proyectos Globales como el Arca de las semillas, esa Bóveda soterrada en la isla Spetsberger del archipiélago Svalbard, al norte Noruega, donde en mil metros cuadrados yacen tres almacenes con 843.400 semillas de más de cinco mil especies de 233 países; las semillas están en bolsas de plástico y en cajas de metal, tipo Archivo, más no es un Archivo ni un Arca con animales y plantas, sino un Banco o Reserva del Gobierno de Noruega, aliado del Global Crop Diversity Trust, el verdadero dueño, entre cuyos inversionistas figuran magnates de las finanzas, holding tecnológicos, farmacéuticos, empresas inmobiliarias, de seguros, frigoríficos de alimentos, etc.
Al
Arca de las semillas le dicen la Cámara del fin del mundo (Doomsday
Vault en inglés) porque a pesar de estar bajo la nieve fue diseñada para soportar
terremotos, bombardeos y otros desastres. Le llaman también el Arca de Bill Gates, por el magnate de
Microsoft, quien posee cadenas de hoteles, mansiones y fincas e inversiones en diversos
negocios y tierras cultivables, pero posa como Filántropo y Patriarca
Universal, mientras profetiza plagas, virus y antivirus para controlar a la
población mundial.
Hay
varias páginas e imágenes en Internet sobre el Arca de las semillas, ninguna dice los nombres de los
patrocinadores del megaproyecto que salvará la biodiversidad en los cultivos
ante catástrofes globales, ataques espaciales o diluvios universales. Señalan
que las simientes del bunker nevado darán de comer a la humanidad cuando
regresen las plagas, se derritan los polos y los humanos retornen a la noche
primitiva.
Existen, por supuesto, bancos genéticos, granjas y almacenes en países menos inhóspitos que Noruega, Suecia o Finlandia. Muchos apuestan por almacenar semillas, recursos energéticos, tecnológicos y otros. Hay, por ejemplo, una red de Arcas alimenticias en Argentina y la célebre Heritage Farm, a nueve kilómetros de Decorah -en Iowa, USA- que colecciona semillas en sus 360 hectáreas. Ninguna es tan fabulosa como el Arca de Noé ni sublime y lejana como el Arca de las semillas o Cámara del fin del mundo.
Del Arca de Noé al Arca de Svalbard no solo fluyen mitos sobre diluvios y resurrecciones, sino ensueños distópicos de políticos y multimillonarios que viajan en aviones y yates exclusivos pero trazan hojas de ruta para salvar al planeta, a los humanos, los animales, las plantas y el Universo donde algunos hablan con Dios.